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 EDITORIAL PRENSA ASTURIANA Director: Isidoro Nicieza

OPINION
Tocar el bongó

JOSÉ MANUEL PONTE

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En la sección de «Cartas de los lectores» de «La Vanguardia» se ha publicado la queja desesperada de un vecino de Barcelona que protesta por el ruido continuo que provocan los aficionados a tocar el bongó en las inmediaciones del parque la Ciutadella. Al parecer, los devotos de los ritmos afrocubanos han escogido esa zona de la ciudad para hacer sus prácticas y se pasan horas y horas palmeando el sonoro instrumento de piel de chivo, sin que nadie pueda hacerlos callar. Y ya es sabido que la música de inspiración africana, con su ritmo desenfrenado, provoca en sus ejecutantes un deseo agónico de repetir la misma melodía sin pausa ni descanso hasta que caen extenuados. La molestia ya dura cinco años y las autoridades municipales se han limitado a ofrecer la «recolocación dialogada» de los percusionistas en otro lugar del mismo parque. Pero la solución no convence a los que allí acuden en busca de paz y sosiego, porque el sonido atraviesa la floresta urbana desde los cuatro puntos cardinales y el ambiente general es de selva africana en día de fiesta. Hartos de soportarlo, los vecinos proponen al Ayuntamiento del tripartito que se deje de diálogo y de contemplaciones y obligue a los del bongó a irse con la música a otra parte. Desde la distancia del problema, comprendo perfectamente su desesperación. El bongó bien tocado por profesionales, en una sala de conciertos o en una sala de fiestas, enciende la sangre y alegra el corazón, pero aporreado por un autodidacta se convierte en un insuperable instrumento de tortura. Desde hace dos o tres veranos, yo he pasado por la desdichada experiencia de soportar, pasada la medianoche, a un anónimo aficionado al bongó, al que nunca he podido ver desde mi ventana porque se coloca entre los árboles que hacen fila a la orilla del paseo marítimo. A esas horas, el lugar suele estar tan silencioso como solitario y el sonido cruza la bahía limpiamente. Somos muchos los que lo escuchamos, pero hemos desistido de quejarnos a las autoridades municipales, dada la inutilidad del empeño. ¿Quién puede competir en verano con unos ayuntamientos que dedican presupuestos millonarios a la organización de espectáculos estruendosos? Se reirían de nosotros en cuanto metiéramos el papel de la denuncia por ventanilla. Al fin y al cabo, ¿qué es el ruido de un bongó solitario comparado con el que desencadena una banda de rock dotada de altavoces potentísimos? Nada, apenas un susurro encantador. Somos uno de los países más ruidosos del mundo y tal parece que nos complacemos en ello. Sobre este mismo asunto hace unas reflexiones muy oportunas el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, que fue vicepresidente del Gobierno con los sandinistas. Vaticina Ramírez, asustado por la evolución de las costumbres en su propio país, que el siglo XXI, recién comenzado, será conocido como «el siglo del ruido», y que la medida de todas las cosas no será ya el hombre, como en la vieja filosofía humanista, sino los decibelios. Puede que tenga razón, pero ¿quién lo escucha, si ya estamos todos medio sordos?

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28/06/2004 - Nº 590

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