Tucutum-tucutum
LO RELEVANTE DEL caso de la Ciutadella es
que promete una nueva manera de entender la tolerancia |
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TONI
SOLER - 24/07/2004
Loor y aplausos, y
semáforo verde, si es que no se lo han dado ya, al Ayuntamiento de
Barcelona, y en particular a la teniente de alcalde Imma Mayol, por
haberse atrevido a silenciar el parque de la Ciutadella, ese verde
pulmón concebido como remanso de paz, refugio de transeúntes y
badocs, circuito de cochecitos de bebé y hogar de pajaritos
cantores; de un tiempo a esta parte, la única zona verde digna de
tal nombre en Barcelona (aunque ahora hasta los márgenes del
Trambaix, con su escuálida franja de césped, reciben tal
calificativo) había sido tomada al asalto por grupos de aficionados
a la percusión, que se pasaban el día y parte de la noche dale que
dale con sus bongos, tambores y timbales, tucutum-tucutum-tucutum,
hasta el punto de ahuyentar a los visitantes y destrozar los
frágiles nervios del vecindario.
El debate que enfrenta a
bongueros y bongófobos –que no se limita a la zona de la Ciutadella–
no es, a lo mejor, una cuestión prioritaria. Sin embargo, para los
que lo sufren directamente puede llegar a ser desesperante. No es
una cuestión de volumen, como dicen los vecinos de la Ciutadella,
sino de reiteración, de gota malaya. En cualquier caso, lo relevante
del caso es el cambio de planteamiento que promete, esa nueva manera
de entender la tolerancia y la calidad de vida por parte de todos,
administradores y administrados.
Los barceloneses, y en
particular sus oídos, llevan años pagando una factura que procede de
la fiebre olímpica; en los albores de 1992, a todos nos sedujo la
idea de mostrarnos como una ciudad abierta, alegre, social, en la
que todo es posible a cualquier hora, en la que todas las
actividades están presididas por el buen rollo. El falso dilema
entre libertad y seguridad, entre movida y civismo, se resolvía
demasiado fácilmente a favor de una idea de ciudad-festival.
Es una excelente tarjeta de visita, sobre todo para recibir
a los que sólo están aquí de paso, pero al cabo se demostró que una
ciudad tan estupenda puede resultar lesiva para la calidad de vida.
La novedad es que la ciudadanía ya se atreve a quejarse sin miedo a
traicionar el sagrado espíritu del 92. Tras muchos años de aceptar
molestias y ruido en nombre de ese buen rollo, el personal está
asumiendo que la tolerancia bien entendida empieza por uno mismo.
No es menos destacable el cambio de chip del tripartito
municipal, siempre obsesionado con proyectar una imagen –la suya y
la de la ciudad– de modernidad, juventud y rienda suelta a los
impulsos creativos. Su política enrollada se ha visto corregida por
un valor en alza, el civismo, que por suerte ya no tiene la pátina
carca que tiempo atrás llevaba colgada como un sambenito reservado a
la derecha remilgada y biempensante.
Si esta nueva cultura,
entendida como una síntesis, termina por imponerse, y se impone sin
hacer tabla rasa –al fin y al cabo, no somos suizos– vivir en
Barcelona puede ser algo que valga la pena. En este sentido, el caso
de los bongueros de la Ciutadella ha sido ejemplar; se han respetado
los derechos de los ciudadanos, pero se ha hecho sin imposiciones ni
desalojos, con diálogo auténtico y buena voluntad por parte de
todos, también de los bongueros, que esperan un destino mejor para
desatar su estrépito. Ojalá cunda el ejemplo. Si es así, algunos
incluso podremos admitir que detrás del Fòrum 2004 existe un
concepto real. |