La música a tope de un bar es fácil
de medir, pero los portazos, un grito a medianoche o un taladro
dominguero son más difíciles de cuantificar en decibelios. Cada año,
medio centenar de vitorianos llama a la Policía Municipal para
denunciar que su vecino no les deja descansar. Una docena de ellos,
desesperados, piden también amparo al Síndico, Javier Otaola,
defensor de una nueva ordenanza para este problema.
Éste el
caso de Ani, una vecina de Lakua. Cuando se trasladó a su piso de
protección oficial hace casi tres años se consideraba doble
afortunada, por la vivienda y por el lugar tan tranquilo donde se
ubicaba. Pero enseguida llegaron «ellos», una pareja de jóvenes que
abre y cierra puertas sin cuidado, que da golpes en la ducha a horas
intempestivas y que machaca los nervios de Ani con un taconeo
impenitente. «Me da miedo llegar a casa y pensar en lo que me voy a
encontrar», relata.
Ella y su marido ya no saben lo que es
dormir siete horas seguidas. «Llegas con sueño al trabajo y de muy
mal humor». Esta pesadilla diaria ha hecho que Ani a veces haya
tenido que recurrir incluso a tranquilizantes. «Esto te destroza la
vida, influye en tu estado de ánimo y afecta a tus relaciones
laborales e incluso a las de pareja», dice.
A su juicio, las
instituciones deberían poner más medios para ayudar a personas como
ella.
Otro cliente de Javier Otaola también defiende un
aumento de las multas para los vecinos ruidosos. Él, que prefiere
mantener el anonimato, ya ha ido más de un día en vela a trabajar,
tras una noche movidita del vecino de arriba. Es un joven amigo de
la juerga que no tiene empacho en montar saraos en cualquier momento
de la semana, y sobre todo en viernes y sábado. Y le han importado
muy poco las advertencias de ertzainas y municipales. «Una vez un
agente me dijo que en la casa había al menos doce personas», lamenta
este hombre, al que su mujer ha tenido que contener en más de una
ocasión. Ahora, el chico lleva unos meses tranquilo, pero su vecino
todavía no logra bajar la guardia.