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XAVIER GÓMEZ/ARCHIVO
Las aristotélicas abejas gustan de vivir en colmenas, pero en ocasiones se rebelan contra sus ruidosos compañeros de celda
 
3 min
 
 

En mi opinión advertir al vecindario de una obra que supere las veinticuatro horas debería ser obligatorio
ANTON M. ESPADALER
La notificación del ruido

LA VANGUARDIA - 16/11/2003
Aristóteles consideraba que si los hombres vivían en ciudades era por un hecho natural, perfectamente equiparable a la asociación también natural que forman las abejas. El paralelismo es tan evidente y está tan asimilado que Camilo José Cela a su novela más urbana, y para que todo quedara claro, le puso por título “La colmena”. La metáfora sugiere una cierta cooperación –no en vano santo Tomás afirmaba que el hombre es el único animal que es incapaz de resolver sus necesidades solo–, pero al mismo tiempo dibuja un incesante ir y venir de seres diversos que no siempre coinciden en sus intereses. Donde todo eso se produce en primer lugar, aunque en dimensiones razonablemente reducidas, por fortuna, es en cualquier escalera de vecinos. Normalmente nunca pasa nada digno de mención, y uno no se cansa de saludar con toda la cortesía de que es capaz a quienes suele encontrar esperando el ascensor. Desde este punto de vista nuestras vidas son muy sencillas y hasta agradables.

Ahora bien, no deja de ser sorprendente que ciertos asuntos se hallen todavía en una fase absolutamente primitiva. Quiero decir que nadie se los plantee, cuando son un problema serio, constante y objetivo. Por poner un ejemplo fácil de comprobar: la cuestión de los ruidos provocados por las obras en los pisos. Yo ya comprendo que si hay que destruir una pared inútil no hay más remedio que utilizar el martillo sin contemplaciones y hacerlo las horas que haga falta. Lo que ya no alcanzo a entender es que la ejecución de unas obras de una cierta envergadura no sea puesta en conocimiento de los vecinos. No por nada, porque ni va a disminuir la zaragata ni van a abreviarse los inconvenientes. Ni siquiera por una elemental educación con la que hay que acostumbrarse a no contar, sino porque la vecindad, conociendo el tiempo de duración de la obra y los horarios de los trabajadores, se las compondría muchísimo mejor. Yo al menos –y me pongo para no molestar a nadie– tendría ahora mismo los tímpanos más sosegados y en aquella parte del cerebro donde están las ideas no tendría una sensación de desbandada general.

Coincido en el vestíbulo con una convecina también damnificada y me indica que en Estados Unidos estas comunicaciones suelen darse por sistema. Es posible, y si es así les felicito con toda la envidia. Aquí es de cajón que nadie avisa a nadie. Desconozco si hay legislación al respecto. O si, ya metidos en cemento, se puede invocar alguna antigua costumbre, o si puede existir jurisprudencia, aunque a la vista de lo que últimamente se lleva a los juzgados, esta es una materia tan discreta que no creo que suscitara excesivo interés. En mi opinión, advertir al vecindario de una obra que supere las veinticuatro horas debería ser obligatorio. Ganarían los afectados por la pasiva, que se irían todos de excursión, y los responsables directos, que, de este modo, tendrían un argumento sólido para presionar a los contratados a cumplir con los tiempos prometidos.

Y aquí paz y después silencio.



 
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