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Lejos del mundanal ruido
Sierra de Segura

LAURA FREIXAS - 11/08/2003
Volvamos a la naturaleza! Eso nos dijimos, un verano, unos amigos y yo; y no paramos hasta encontrar la casa de alquiler más remota, más agreste, más “beatus ille” de toda Andalucía. Y tan remota. Como que para alcanzarla había que abandonar la carretera comarcal e internarse por una pista de tierra tan accidentada que se tardaba lo mismo en recorrerla a pie que en coche o en bicicleta. El paisaje era grandioso: rocas, silencio, águilas; por fin, en una cima, entre dos chopos, se alzaba la aldea que buscábamos, Montalvo. Consistía prácticamente en una sola calle, bordeada por casas en ruinas. Sólo la nuestra y tres o cuatro más estaban restauradas.

La semana que pasamos allí nos dio para conocer toda una fauna, y no me refiero a los osos, aunque se decía que los había también. Por un lado los veraneantes, que eran –sin contarnos a nosotros– exactamente cuatro: un profesor de educación física, su mujer, ama de casa, y sus dos niños; eran sevillanos, y tan ecológicos, que los cuatro paseaban por el pueblo como Dios los trajo al mundo. Del otro lado la población fija, consistente en tres personas, dos de las cuales no se hablaban con la tercera.

Ellos eran una pareja de viejos hippies: cultivaban la tierra y fabricaban objetos de latón y cuero que una vez al año iban a vender –era su gran aventura, su inmersión anual en la tentadora, corrupta, babilónica metrópoli– a una feria de artesanía en Jaén. El tercero en discordia era un pastor leridano que sólo comía cebollas y cuya vida social se reducía a sus cabras. Encantado de tener con quien hablar en catalán, me contó la tragedia de su vida. Vivía con una alemana, una chica que había llegado a España para hacer una tesis sobre el pastoreo de cabras.

Pero un día, unos meses atrás, ella desapareció, sin llevarse documentos ni dinero. Él la estuvo buscando por peñas y barrancos; en vano... La pareja hippy, cuando les comentamos el caso, completó los datos: la Guardia Civil había detenido, para interrogarle, al enamorado pastor, y aunque le habían dejado en libertad por falta de pruebas, no desesperaban de acabar demostrando lo que sospechaba todo el mundo. Ya se sabe lo caritativos que son siempre los vecinos.

¡Ah, la tranquilidad de espíritu, la calma, la paz interior que da el campo, lejos del mundanal ruido!... ¿Sí? Yo, no sé por qué, dormía mal... El último día de nuestra estancia, una amiga y yo quisimos ir a bañarnos al pantano. Era muy sencillo, nos había explicado el pastor: partiendo de los chopos a la entrada del pueblo, seguir aquel camino, siempre bajando. Ni cortas ni perezosas tomamos el camino. Que al cabo de media hora era sendero; que luego se hacía más impreciso... que se perdía entre la maleza... ¿dónde estaba el pantano? Por cierto, ¿y el pueblo? Ya no se veía... Todo era silencio y espesura, y empezaba a relampaguear.

Dios sabe por qué, nos acordábamos de la alemana, y los truenos nos parecían carcajadas del pastor... De pronto, vimos algo en el suelo que brillaba... ¡Una lata de Coca-Cola aplastada! Nunca la Coca-Cola me ha dado semejante alegría. Subimos a trompicones, arañándonos las piernas; llovía, diluviaba; por fin aparecieron los dos chopos... Desde entonces paso las vacaciones lejos del mundanal ruido, sí, pero no tanto.



 
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