Frente a otros agentes contaminantes,
el ruido tiene la ventaja de ser el más barato de producir y además
necesita muy poca energía para emitirse. Por otra parte, sólo es
percibido por uno de los sentidos, cosa que no sucede con los gases
que despiden olor, pueden ser visibles e incluso a veces provocan
reacciones del tacto. Se dice asimismo que es el más inofensivo,
dado que en muchos casos forma parte de ese paisaje cotidiano en el
que estamos integrados de mejor o peor grado y, aunque en ocasiones
nos cause molestias, otras veces aceptamos como un tributo menor que
se cobra la vida en sociedad.
Aunque para el diccionario el
ruido es «todo sonido inarticulado, por lo general desagradable», la
definición no puede darse por válida porque no tiene en cuenta, por
ejemplo, que una discusión a gritos entre dos personas -que emiten
sonidos articulados- es molesta para otras y por tanto éstas la
perciben como «ruidosa». La condición del ruido es subjetiva. Lo que
unos consideran música celestial, otros lo perciben como una murga
insoportable. Incluso muchos de los sonidos naturales que solemos
asociar con la armonía y el sosiego, desde las olas del mar hasta el
canto de los pájaros, en determinados momentos pueden llegar a
antojársenos desquiciantes.
A eso se debe la dificultad para
resolver muchos de los litigios causados por los ruidos en la vida
social. Tendemos a ser tan intolerantes con los ruidos ajenos como
comprensivos con los emitidos por nosotros. El televisor del vecino
es una orquesta horrísona donde tocan todos los diablos, pero el
nuestro, incluso puesto al máximo volumen, sólo emite música
celestial. Si hacemos sonar el claxon del coche para saludar a un
amigo que cruza la calle, somos unos tipos sociables; en cambio las
bocinas de los otros convierten la ciudad en un infierno
inhabitable.
Según algunos neurólogos, el 70% de los
estímulos que recibe el cerebro humano son sonidos. Ese dato
bastaría para dar a la contaminación sonora más importancia que la
que habitualmente se le concede al analizar sus efectos psicológicos
en los individuos. Los estudios de Psicología Ambiental, área del
conocimiento relativamente nueva, empiezan a otorgar al factor ruido
un papel determinante en el desarrollo de ciertos trastornos de
ansiedad, de estrés y depresivos.
La Organización Mundial de
la Salud ha establecido como límite de normalidad sonora el de 65
decibelios, a partir de los cuales puede hablarse de efectos sonoros
nocivos. Se calcula que en España la población expuesta a niveles
superiores a los 65 decibelios es de 9 millones de personas, esto
es, casi la cuarta parte de los habitantes del país. Entre los
países avanzados, sólo Japón se coloca por delante.
El umbral del
respeto
Pero hay algo que ni los indicadores oficiales
ni las leyes podrán medir, ni mucho menos corregir, porque pertenece
a la esfera del estilo de convivencia, del respeto a los otros y, si
se quiere, de la cultura propia de cada sociedad. Y, en este
sentido, parece claro que nuestros referentes culturales no valoran
demasiado la educación en el silencio. La tolerancia o intolerancia
al ruido no sólo se mide objetivamente en decibelios, sino que
precisa de acuerdos y pactos a todas las escalas. Al igual que deben
fijarse unos horarios de cierre de bares nocturnos para permitir el
sueño de los vecinos, habría que establecer límites a nuestros
electrodomésticos, nuestros portazos y nuestras voces usando como
medida el único umbral posible en estos casos: el del respeto.
Pero, ¿el ideal se encuentra en el silencio? Aunque sea
cierto que los ruidos causados por las fábricas, los motores de
vehículos y las multitudes bulliciosas ocasionan probados daños,
conviene recordar que también hay ruidos necesarios. Unos nos
advierten de peligros que se aproximan; otros contienen signos de
uso práctico en la vida ordinaria; y otros, quizá más importantes,
cumplen una función comunicadora entre individuos y grupos. Son los
que la Sociología Ambiental ha denominado «ruidos protocolarios»,
que actúan casi como normas de relación. Pensemos en la cultura
juvenil, que tantas veces se define a sí misma mediante signos que
los no jóvenes tienden a considerar ruidosos: desde los conciertos
de rock en espacios al descubierto hasta el rugido de las
motocicletas.
Cada cultura acepta un nivel sonoro y un modo
de sonido, pero disiente de los establecidos por otros. El conflicto
no nace de la existencia de ruidos en sí mismos, sino de la invasión
de unos sonidos fuera del espacio que les es propio. El aficionado
al ferrocarril oirá con deleite el traqueteo metálico de las ruedas
avanzando por los raíles, pero ese mismo sonido provocará el
sobresalto del paseante inadvertido que camina cerca de la vía
buscando la bucólica paz de los campos.
Una comunidad
silenciosa se parece demasiado un cementerio donde reina la calma
definitiva. Necesitamos una cierta dosis de ruido para sentirnos
vivos, presentes y vinculados a otros. Pero al mismo tiempo queremos
que esos ruidos se acomoden a nuestros gustos y a nuestras medidas,
que rara vez coinciden con las de los otros. Bien, no hay una pauta
preestablecida a la que atenerse. Acaso la búsqueda de ese difícil y
variable equilibrio sea lo que hemos dado en llamar
urbanidad.