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El runrún
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Cinco días

EN ESPLUGUES se montó una verbena de Fin de Año “rave” y no duró cinco horas, sino cinco días  

TONI SOLER - 10/01/2004

En mis buenos tiempos –les hablo de cuando The Police y Duran Duran arrasaban en formato maxisingle– mis fiestas se alargaban un máximo de seis horas, de diez de la noche a cuatro de la mañana, y no por imperativos familiares, sino porque mi cuerpo

y mi mente, por sí solos, nunca han dado mucho de sí. A veces la cosa iba mejor y me permitía aguantar hasta las cinco, acaso las seis. Pero a esas alturas no es que estuviera borracho, sino que ya tenía resaca. A la mañana siguiente mi cuerpo era de cartón y, cuando me miraba al espejo, esperaba encontrarme con la cara de un orco de esos que abundan en las tres partes de “El Señor de los Anillos”.

Y ahora resulta que se ha puesto de moda un tipo de fiestorro apellidado “rave”, que en catalán es rábano, pero en inglés, según el diccionario, significa “encolerizarse” o “desvariar”, nada menos.Se trata de celebraciones al aire libre, o bajo techo precario, organizadas por grupos de jóvenes alternativos u okupas reunidos a escala europea a través de Internet, con autoservicio de bebida y pastillas, música electrónica a toda castaña y una libertad de horarios realmente insólita: en Esplugues se montó una verbena de Fin de Año “rave” y no duró cinco horas, sino cinco días, incluyendo mañana, tarde y noche.

Ignoro como puede uno divertirse en una juerga de cinco días, por mucha pastilla que se meta entre pecho y espalda. Precisamente una de las características del ocio, y del despiporre, es que caduca por definición. Ha de tener un límite temporal, porque, si no, aburre. Una película, por buena que sea, no puede durar cuatro horas. Un humorista no puede contar más de quince chistes sin empachar a su audiencia. Incluso en el sexo hay que poner un tope (cada cual, el suyo).

En cambio, las fiestas “rave” pueden durar cinco días, como una semana laboral. Cinco días haciendo el ganso y poniendo a prueba el esqueleto, la mente y el hígado. Desde luego, tiene su mérito.

Por supuesto, cada uno se divierte como quiere y el rato que quiere. El problema, en este caso, ha sido para los vecinos de Esplugues que viven cerca del descampado donde se celebró la fiesta “rave” de marras. Después de pasar la noche de Fin de Año en blanco, y aceptarlo con paciencia y tolerancia, vieron amanecer el Año Nuevo con música electrónica a todo volumen, y así siguieron durante 120 horitas, con breves pausas para que los jóvenes raveros pudieran evacuar por alguno de sus conductos. Y cuando por fin se atrevieron a salir a tomar el aire se encontraron con un enorme despliegue de residuos, perros e individuos en un estado próximo al coma.

Se ve que en esta pujante industria del ocio sin techo somos país importador, porque en Francia la legislación y el celo policial ahuyentan a los “raveros” y les obligan a respetar horarios y normativas. Ya ven, hace treinta años nuestros padres iban a Francia para respirar aires de libertad y ver películas eróticas, y hoy en día son ciertos jóvenes galos los que cruzan los Pirineos para incordiar a sus anchas, en compañía de sus homólogos catalanes. Somos el nuevo faro cultural de Europa, el lugar donde el derecho al sueño es una pretensión reaccionaria. Qué bien, qué satisfacción.



 
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