SI la sentencia del Tribunal europeo
de los Derechos Humanos condenando a España por la
inhibición de las autoridades públicas en la
represión del ruido crea jurisprudencia y es
tenida en cuenta, nuestro país, y muy
especialmente nuestra ruidosísima Andalucía, están
al borde de una maravillosa y necesaria revolución
silenciosa. En pocos puntos de Europa –por lo
menos de la Europa desarrollada– debe vulnerarse
con tanta intensidad y frecuencia el artículo 8º
del Convenio Europeo de Derechos Humanos relativo
al respeto a la vida privada y el domicilio como
en Andalucía. Ruidosos son los mayores y ruidosos
los chavales, ruidosa es la movida y ruidosos los
restaurantes, ruidosas son las formas
tradicionales de divertirse y ruidosas las
marginales, ruidosos son los proletarios y
ruidosos los burgueses, ruidosos son los
progresistas y ruidosos los conservadores. Tal vez
sea el gusto por el ruido lo que vertebre y una a
esta región, de Almería a Cádiz, por encima de
cualquier otro rasgo común.
Medimos nuestra diversión por decibelios e
identificamos el silencio con el aburrimiento y la
tristeza. Está uno tan a gusto en su rincón, en
silencio o con una grata música, en una tibia
penumbra... hasta que entra alguien próximo y
querido (amigo, pareja, hijo, padre: lo mismo da)
y nos dice a gritos, mientras nos deja ciegos
encendiendo la luz del techo: "¿Qué haces aquí
amuermao, hombre?". Y eso que en este caso
no cabe duda de que le guía la buena intención y
entiende que ruido y luz son expresión a la vez
que origen de la alegría mientras que el silencio
y la penumbra lo son de la tristeza o el
aburrimiento. Porque si de lo personal pasamos a
lo colectivo, se pierde este matiz atenuante y
bien intencionado, aunque siempre fastidioso, para
degradarse en mala educación y grosería
inconscientes (el estruendo de nuestros bares y
restaurantes) o conscientes (el botellón,
la movida, los coches con la música –o lo que sea
eso que suena en ellos– a todo volumen).
Estas últimas agresiones no son achacables sólo
a los jóvenes, sino a nuestra estruendosa
naturaleza y escaso respeto hacia los otros y, por
extensión, hacia ese ámbito de convivencia y
encuentro con ellos que son los espacios públicos.
Hace pocos días presencié cómo, bien entrada la
madrugada, unas parejas ya no jóvenes y
estupendamente trajeadas se entretenían dándose
gritos mientras uno de ellos los perseguía con un
contenedor de basura. Puede que la poca edad y la
mucha inducción a la estupidez gregaria empeoren
las cosas, pero el gusto por el ruido lo llevamos
en la sangre por encima de diferencias de edad, de
ideología o de clase. Ojalá que el día en que se
dictó esta sentencia quede como la fecha simbólica
del inicio de revolución que nos devolvió ese
derecho fundamental que es el silencio.