El fallo favorable a una demanda contra el ruido
interpuesta ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por
una profesora de instituto de Valencia satisface en primer
lugar a la demandante, pero también a tantos y tantos
ciudadanos que estoicamente tienen que soportar el jaleo
acústico y se ven frustrados por no ser atendidas sus
reclamaciones y mermados en su calidad de vida.
Pilar Moreno Gómez ha tardado 10 años en ver justamente
cumplidas sus exigencias tras un valeroso peregrinaje por el
Ayuntamiento valenciano, el Tribunal Superior de Justicia, el
Constitucional y finalmente la Corte de Estrasburgo. Ésta ha
condenado al Gobierno español al pago, en el plazo de tres
meses, de 8.384 euros por pasividad ante la invasión sonora
desde locales nocturnos en un barrio de Valencia. Lo
paradójico del litigio es que las autoridades municipales
reconocieron que esa zona estaba "acústicamente saturada" y
que por consiguiente a la demandante le amparaba la razón
cuando se lamentaba de no poder dormir ante el bombardeo
musical que venía de los bajos del edificio donde vivía. El
Constitucional, en una de esas sentencias ajenas al más
elemental sentido común, desestimó la demanda por carecer de
pruebas de que el ruido perturbara su bienestar y significara
un ataque al derecho a la vida privada.
España ocupa el segundo lugar después de Japón en la
clasificación de países más ruidosos. Recientes estudios
estiman que entre la mitad y dos tercios de la población de
las ciudades medianas y grandes españolas soportan niveles de
ruido inaceptable. Muchos locales públicos, incumpliendo las
normas, rebasan la barrera de 45 decibelios establecida por la
Organización Mundial de la Salud. Aunque la sensibilidad por
el silencio que existe en otras sociedades comienza a
percibirse también aquí, es hora de que se comprenda que el
derecho al silencio no tiene por qué ser interpretado como un
capricho de maniáticos.
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