COMPARTO desde hace unos cuantos
años vecindad con un perro, sospecho que pelín psicópata, que se
pasa horas y horas y horas ladrando sin razón aparente, porque si
tuviese hambre, sed o enfermedad ya se habría muerto. La verdad es
que se ha convertido en un problema para mi sueño precario, para mis
fobias hacia el ruido, que en Madrid es parte del infierno
anticipado, y para mis deseos de evitar iras y odios. Un problema
que va a más porque con los años se ve que el can origen de mis
molestias se va volviendo más incordioso, más histérico, yo qué
sé.
Acabo de leer la noticia de un incidente entre convecinos
de otro barrio que llegaron a las manos por un conflicto muy similar
al que a mí me enfrenta a unas personas a las que apenas conozco, a
las que imagino buenas de sentimientos, pero a las que achaco una
insensibilidad egoísta hacia los demás. Desde luego que no soy el
único afectado que se queja y que propone de vez en cuando adoptar
alguna medida colectiva para recuperar la tranquilidad que los
ladridos nos ha secuestrado.
Entre las quejas que compartimos
el perro no está sólo en el objeto de las protestas, también se
incluye a sus propietarios, que lo oyen ladrar y ladrar y ladrar sin
que se les vea un gesto o se les escuche una palabra que le ordene
callarse. En absoluto, si no fomentan su paranoia debe de faltar muy
poco. Quizás es que les gusta su canto igual que a mí me entusiasma
el de Pavarotti. Parten para ello de la convicción de que los perros
son unos seres maravillosos, cosa que en parte comparto, a los que
no puede limitárseles el derecho a hacer lo que les dé la gana,
desde emporcar la acera hasta amargarle la existencia a toda una
colectividad vecinal.
Un día abordé educadamente, como no
podría ser menos, a la dueña. Me pareció una señora encantadora.
Pero sólo hasta el preciso momento en que intenté hacerle una
observación sobre el plasta de su perro. Inmediatamente reaccionó a
la defensiva, su sonrisa se transformó en un gesto amenazador y lo
más suave que me argumentó es que si a mí no me gustaban sus
ladridos, a ella, efectivamente, la encantaban. Concluí, sí, que
para ella los recitales caninos con su perro como solista eran lo
mismo que para mí son los conciertos sinfónicos.
Ante
semejante reacción, ¿qué cabe hacer?, pregunto. Una solución sería
cambiar de casa, lo sé; pero eso no es especialmente fácil ni creo
que pueda ser considerado justo. Alguna vez conté hasta diez para
evitar levantar el teléfono, llamar a la Policía y denunciar la
situación. Algún afectado lo hizo ya y lo único que consiguió, según
su propia apreciación de los resultados, fue perder el tiempo, que
su hija pequeña escuchase algún improperio de la irritada dueña y
ganarse fama de enemigo de los animales, cosa que asegura no
ser.
El ruido, da lo mismo que sean los ladridos de un perro
maleducado que una moto a todo gas haciendo piruetas por la calle,
es una agresión que los españoles intercambiamos con la mayor
desconsideración e impunidad. Hay leyes para combatirlo, pero son
pocos los que se preocupan de cumplirlas y nadie, al menos que yo
conozca, que se ocupe de hacerlas cumplir. España es uno de los
países más ruidosos del mundo. Nuestro respeto social no valora el
daño que causa el ruido a nuestro relax y a nuestra salud. Concluyo
esta columna con ladridos de fondo.
Lo siento. Pasan los
meses y los años y no consigo acostumbrarme. Miedo me da que este
perro maldito, que ladra a todo pulmón desde la valla del jardín de
enfrente, me lleve a detestar a toda la especie canina, lo cual
sería injusto. No todos los perros son así y, desde luego, no todos
sufren la desgracia de tener unos dueños tan desaprensivos,
masoquistas e insolidarios como estos que con tanta frecuencia y
tanta insistencia se empeñan en amargarme la
vida.