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Miguel Ángel GONZÁLEZ
El tribunal europeo de Estrasburgo ha
emitido una sentencia de la que en Ibiza podríamos tomar
buena nota. Una ciudadana valenciana, segura de sus
derechos y ajena al desa-liento, denunció en su día el
escándalo que cerca de su casa montaba cada noche una
conocida discoteca. Después de agotar con resultados
negativos las vías judiciales ordinarias, recurrió sin
cortarse un pelo al Tribunal de Estrasburgo que ahora le
ha dado la razón. La sentencia ha condenado a los
propietarios de la discoteca a pagar a la demandante una
indemnización sustanciosa y a que reduzca sensiblemente
su escape de decibelios. La noticia viene a cuento
porque uno, que vive a caballo entre Ibiza y Barcelona,
no deja de sorprenderse de que nuestra pequeña ciudad,
Vila, sea en ocasiones más ruidosa que una gran ciudad
con tres millones de habitantes. Y no sólo en verano,
cuando la algarabía sonora resulta insoportable, sino
también en invierno, cosa que no es difícil de comprobar
a determinadas horas y en determinadas calles. A la
que el ciudadano se descuida, se monta un cisco como el
que tuvimos con tambores y flautas en la plaza del
Parque, en pleno centro urbano. Pero sin acudir a
esporádicos eventos callejeros, uno no consigue entender
que no se meta en vereda al cafre de turno que frente al
personal se pavonea con el petardeo de su moto, en la
que, con premeditación y alevosía, impunemente, ha
trucado el tubo de escape para armar la marimorena.
Tampoco es de recibo que circule sin trabas el mastuerzo
que ruge encapsulado en su coche con las ventanillas
bajadas y los altavoces a todo trapo. Un estrépito que,
por razones obvias, se multiplica peligrosamente en
verano, cuando los decibelios se disparan y a la babel
motorizada se suman las terrazas de los bares -que no
faltan-, cada cual con su matraca. Por no mentar las
serenatas de las discotecas que en los últimos años han
despejado su entorno por el expeditivo procedimiento de
la jarana y que ha provocado que muchos vecinos hayan
preferido ahuecar el ala en busca de zonas con menos
solfas. La conclusión a la que llego es que si quien
puede poner sordina al cotarro sodea y no frena la
zarabanda, siempre nos queda Estrasburgo.
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