SIN CONCLUSIONES
El valor del
silencio
ANTONIO ÁLVAREZ DE LA
ROSA
Las conquistas sociales y los
beneficios que mejoran las relaciones humanas nunca se han
producido ni de forma repentina ni gratis et amore.
Los cambios tienen una velocidad paquidérmica, aunque en unas
comunidades más que en otras. Ya sea por intereses espurios o
porque somos muy lentos en percibir determinados riesgos,
desespera a veces comprobar la ceguera generalizada. ¿Cuántos
años hemos tardado en sentir el peligro de nuestra
autocontaminación, cuántos en iniciar unos minúsculos
comportamientos ecológicos? De entrada, además, despreciamos o
nos mofamos de los aguafiestas que interrumpen el sueño de
nuestro bienestar. Más tarde y al borde del abismo, ponemos de
moda a un icono del ecologismo como Al Gore. Se ha consumado
la cruzada contra los fumadores, pero, ¿y el ruido? No podemos
fumar para acompañar el reconfortante café de media mañana,
pero hemos de tragarnos la contaminación acústica, que no hace
daño al pulmón, pero sí y mucho a los tímpanos, al cerebro y
hasta al corazón.
Mucho a mucho, en un pestañeo de la
historia, el ruido se ha convertido en uno de los grandes
cortocircuitos de la convivencia social. Quizá porque, a
diferencia del monóxido de carbono, no deja huella, la
contaminación acústica ha acabado siendo el principal problema
medioambiental en muchas ciudades de España. Por todo el país,
desde los carnavales de Santa Cruz de Tenerife al Ayuntamiento
de Bilbao, condenado por el estruendo de sus camiones de la
limpieza, pasando por el de Valencia al que los tribunales le
han reprochado su "dejación de funciones" en defensa del
derecho al descanso de los vecinos, cada vez se producen más
intervenciones judiciales ante la permanente sordera municipal
o autonómica.
En su lucha contra el ruido, la ley va
por delante de la sociedad, porque nos hemos dotado de un
aparato legal que apenas se aplica. Desde el 2003 está vigente
la Ley del Ruido y, sin embargo, aún no se ha desarrollado el
Reglamento que habrá de incluir los "mapas de ruido", es
decir, la limitación de determinados usos del territorio. De
ahí que tengan que ser los jueces los que encabecen esta
batalla y obliguen a indemnizar a los afectados o a meter en
la cárcel a empresarios o alcaldes implicados. Somos
insolidariamente estruendosos y de ahí la necesidad de echarle
aceite a las reglas de la cohabitación. Es la única forma de
no tirarnos los ruidos y la furia a la cabeza, porque el
estruendo permanente es el que exaspera y produce sensación de
agobio. Aunque la calle nunca ha sido ni podrá ser un claustro
benedictino, tampoco ha de convertirse en un criadero de
sordos y estresados.
Poco a poco, vamos sabiendo el
valor del silencio. Más allá de lo desagradable de los ruidos,
está la salud y delitos de lesiones, además de posibles
prevaricaciones o denegaciones de auxilio a los perjudicados.
De ahí la urgencia de poner en marcha normas para
mentalizarnos de la necesidad de atajar, en la medida de lo
posible, la plaga del estrépito, porque no se trata de un
problema individual, sino social. Al contrario que la
contaminación atmosférica, creemos que el ruido es solo un
problema local, cuando en realidad afecta a la calidad de vida
de toda la comunidad. En Suiza, por ejemplo, están tratando de
crear lo que llaman "hipoteca antirruido"
(Lärmhypothek). El que emite ruidos debe cargar con
la responsabilidad del sufrimiento causado, contrae una deuda
con la sociedad. Si paga una indemnización única, cuantificada
por los tribunales, los promotores políticos de esta
iniciativa piensan que el ruido podría proseguir e incumplir
el objetivo final, es decir, la reducción de la contaminación
sonora. Se trata, más bien, de conseguir que se rebaje la
deuda, si disminuye el ruido. Como contrapartida, las
autoridades concederían un certificado que acreditaría a las
zonas habitadas y, por consiguiente, aumentaría el valor de
las propiedades residenciales. Los hábitos urbanos de nuestro
tiempo son ruidosos y parece necesario fomentar una educación
acústica, desde la escuela y a través de los medios de
comunicación. Ante la peste del ruido, no queda más remedio
que ser conscientes del enorme valor del silencio. |