Diario de Avisos - domingo 20 de enero de 2008
 
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SIN CONCLUSIONES
El valor del silencio
ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA

Las conquistas sociales y los beneficios que mejoran las relaciones humanas nunca se han producido ni de forma repentina ni gratis et amore. Los cambios tienen una velocidad paquidérmica, aunque en unas comunidades más que en otras. Ya sea por intereses espurios o porque somos muy lentos en percibir determinados riesgos, desespera a veces comprobar la ceguera generalizada. ¿Cuántos años hemos tardado en sentir el peligro de nuestra autocontaminación, cuántos en iniciar unos minúsculos comportamientos ecológicos? De entrada, además, despreciamos o nos mofamos de los aguafiestas que interrumpen el sueño de nuestro bienestar. Más tarde y al borde del abismo, ponemos de moda a un icono del ecologismo como Al Gore. Se ha consumado la cruzada contra los fumadores, pero, ¿y el ruido? No podemos fumar para acompañar el reconfortante café de media mañana, pero hemos de tragarnos la contaminación acústica, que no hace daño al pulmón, pero sí y mucho a los tímpanos, al cerebro y hasta al corazón.

Mucho a mucho, en un pestañeo de la historia, el ruido se ha convertido en uno de los grandes cortocircuitos de la convivencia social. Quizá porque, a diferencia del monóxido de carbono, no deja huella, la contaminación acústica ha acabado siendo el principal problema medioambiental en muchas ciudades de España. Por todo el país, desde los carnavales de Santa Cruz de Tenerife al Ayuntamiento de Bilbao, condenado por el estruendo de sus camiones de la limpieza, pasando por el de Valencia al que los tribunales le han reprochado su "dejación de funciones" en defensa del derecho al descanso de los vecinos, cada vez se producen más intervenciones judiciales ante la permanente sordera municipal o autonómica.

En su lucha contra el ruido, la ley va por delante de la sociedad, porque nos hemos dotado de un aparato legal que apenas se aplica. Desde el 2003 está vigente la Ley del Ruido y, sin embargo, aún no se ha desarrollado el Reglamento que habrá de incluir los "mapas de ruido", es decir, la limitación de determinados usos del territorio. De ahí que tengan que ser los jueces los que encabecen esta batalla y obliguen a indemnizar a los afectados o a meter en la cárcel a empresarios o alcaldes implicados. Somos insolidariamente estruendosos y de ahí la necesidad de echarle aceite a las reglas de la cohabitación. Es la única forma de no tirarnos los ruidos y la furia a la cabeza, porque el estruendo permanente es el que exaspera y produce sensación de agobio. Aunque la calle nunca ha sido ni podrá ser un claustro benedictino, tampoco ha de convertirse en un criadero de sordos y estresados.

Poco a poco, vamos sabiendo el valor del silencio. Más allá de lo desagradable de los ruidos, está la salud y delitos de lesiones, además de posibles prevaricaciones o denegaciones de auxilio a los perjudicados. De ahí la urgencia de poner en marcha normas para mentalizarnos de la necesidad de atajar, en la medida de lo posible, la plaga del estrépito, porque no se trata de un problema individual, sino social. Al contrario que la contaminación atmosférica, creemos que el ruido es solo un problema local, cuando en realidad afecta a la calidad de vida de toda la comunidad. En Suiza, por ejemplo, están tratando de crear lo que llaman "hipoteca antirruido" (Lärmhypothek). El que emite ruidos debe cargar con la responsabilidad del sufrimiento causado, contrae una deuda con la sociedad. Si paga una indemnización única, cuantificada por los tribunales, los promotores políticos de esta iniciativa piensan que el ruido podría proseguir e incumplir el objetivo final, es decir, la reducción de la contaminación sonora. Se trata, más bien, de conseguir que se rebaje la deuda, si disminuye el ruido. Como contrapartida, las autoridades concederían un certificado que acreditaría a las zonas habitadas y, por consiguiente, aumentaría el valor de las propiedades residenciales. Los hábitos urbanos de nuestro tiempo son ruidosos y parece necesario fomentar una educación acústica, desde la escuela y a través de los medios de comunicación. Ante la peste del ruido, no queda más remedio que ser conscientes del enorme valor del silencio.
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