Cuentan que el escritor francés Marcel Proust odiaba con todas sus vísceras
el ruido. Para armar los densos entramados de palabras que son sus novelas, no
podía oír ni la sutil caída de un ínfimo alfiler sobre la alfombra. Cuestión de
asegurarse un silencio monacal, se trasladaba con frecuencia a un hotel alejado
del bullicio citadino. Allí, alquilaba nada menos que cinco cuartos: el suyo,
uno a cada lado, uno encima y otro debajo. Sólo así lograba evitar los tormentos
del estreñimiento literario.
Según un diccionario especializado en las peculiaridades de la mente humana,
Proust padecía de sonofobia galopante. En su época, probablemente, ese término
ni siquiera existía. Los empleados de aquel hotel sin duda le pusieron el sello
de maniático. El dueño, por razones obvias, se habrá mostrado más discreto. Lo
cierto es que si al pobre don Marcel le hubiera tocado vivir en la era
contemporánea, ni el hotel entero le hubiera bastado. Y si llega a residir en
Puerto Rico, no hubiera parido ni un mísero párrafo.
Para cualquier sonófobo que se respete, nuestro país tiene que ser la capital
del infierno. (Por aquello de disputarle la sede a la República Dominicana, que
cojea de la misma pata...) Todavía no se ha inventado el instrumento científico
con capacidad suficiente para medir el nivel de ruido producido, consumido y
tolerado por los puertorriqueños. El campo más remoto, la pared más acolchonada,
los tapones más espesos no ofrecen refugio que valga al tímpano castigado. En
todas partes, a toda hora del día y de la noche, zumban los motores, graznan los
altoparlantes y chillan las alarmas. Sin contar las marcas mundiales que, en
materia de decibeles, establecen nuestras gargantas. En los países donde se
valora la paz, a ese alboroto permanente se le llama contaminación acústica.
Los amantes del silencio, escasísimos en estas latitudes, sufren con
estoicismo la obsesiva omnipresencia de la música. Oficinas, fábricas,
restaurantes, cines, gimnasios, tiendas, escuelas, hospitales: no hay sitio a
prueba de acordes invasores. Hasta los celulares se sienten obligados a emitir
tonadas cada vez más prolongadas. Sacudidas por el retumbar de los bajos,
estremecidas por el estruendo de las bocinas, las vías públicas tampoco escapan
al suplicio auditivo.
Predicar el control sonoro en una sociedad tan dada al escándalo es peor que
abogar por la soberanía en una colonia satisfecha. Sostener que la música puede
alcanzar la categoría de ruido indeseable es exponerse a la censura general. Es
más, rogarle a alguien que baje un chin el volumen tumbacabezas del tocadiscos
presenta un serio riesgo a la seguridad personal. Esto no es un convento, ni un
cementerio, ripostará zafio el eventual querellado. Los más radicales propondrán
la solución justiciera: la mudanza del querellante.
Letra muerta y yerta son los famosos códigos de orden público municipales. La
policía ignora amablemente las celebraciones estrepitosas. ¿Cómo se convierte en
infracción lo que nadie considera siquiera defecto? Los adictos a la bullanga
pueden baldear la casa o lavar el carro con el radio berreando a todo pulmón
desde el balcón y la absoluta certeza de que nadie vendrá a endilgarles la multa
recetada. Siempre habrá estudios para concluir, con acompañamiento de fanfarria,
que somos un pueblo genéticamente musical.
Aquí se reclama y se protege el derecho civil a la algarabía. Aquí, a fin de
cuentas, la contaminación acústica pasa por premisa cultural.
Resulta fácil entender por qué algunos nostálgicos defensores de la
tranquilidad perdida se gradúan de sonófobos a melófobos. La melofobia, según el
diccionario consultado, no es otra cosa que la aversión a la música. De tanto
haber tenido que escuchar canciones impuestas por el gusto ajeno, el individuo
musicalmente hostigado desarrolla una aguda resistencia a toda expresión
melódica. Condenado al autoarresto domiciliario, tendrá que vivir emparedado
entre vidrieras dobles y congelado por una unidad de aire acondicionado capaz de
bloquear, con su propio rugido, el eterno jolgorio ambiental. Los vecinos lo
tildarán de coprófago (véase el diccionario mentado) y sus parientes se
inquietarán, no sin cierta razón, por su salud mental.
No existe felicidad mayor que esas pequeñas treguas de calma implantadas por
las averías eléctricas. Sin vocación de emigrante ni acceso a los lujos de
Monsieur Proust (el Sonófobo Mayor), no me queda más remedio que desear, de
cuando en cuando, un fortuito, furtivo y fugaz segundo de silencio.