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Un segundo de silencio

Ana Lydia Vega

Escritora

04-Agosto-2006

Cuentan que el escritor francés Marcel Proust odiaba con todas sus vísceras el ruido. Para armar los densos entramados de palabras que son sus novelas, no podía oír ni la sutil caída de un ínfimo alfiler sobre la alfombra. Cuestión de asegurarse un silencio monacal, se trasladaba con frecuencia a un hotel alejado del bullicio citadino. Allí, alquilaba nada menos que cinco cuartos: el suyo, uno a cada lado, uno encima y otro debajo. Sólo así lograba evitar los tormentos del estreñimiento literario.

 

Según un diccionario especializado en las peculiaridades de la mente humana, Proust padecía de sonofobia galopante. En su época, probablemente, ese término ni siquiera existía. Los empleados de aquel hotel sin duda le pusieron el sello de maniático. El dueño, por razones obvias, se habrá mostrado más discreto. Lo cierto es que si al pobre don Marcel le hubiera tocado vivir en la era contemporánea, ni el hotel entero le hubiera bastado. Y si llega a residir en Puerto Rico, no hubiera parido ni un mísero párrafo.

 

Para cualquier sonófobo que se respete, nuestro país tiene que ser la capital del infierno. (Por aquello de disputarle la sede a la República Dominicana, que cojea de la misma pata...) Todavía no se ha inventado el instrumento científico con capacidad suficiente para medir el nivel de ruido producido, consumido y tolerado por los puertorriqueños. El campo más remoto, la pared más acolchonada, los tapones más espesos no ofrecen refugio que valga al tímpano castigado. En todas partes, a toda hora del día y de la noche, zumban los motores, graznan los altoparlantes y chillan las alarmas. Sin contar las marcas mundiales que, en materia de decibeles, establecen nuestras gargantas. En los países donde se valora la paz, a ese alboroto permanente se le llama contaminación acústica.

 

Los amantes del silencio, escasísimos en estas latitudes, sufren con estoicismo la obsesiva omnipresencia de la música. Oficinas, fábricas, restaurantes, cines, gimnasios, tiendas, escuelas, hospitales: no hay sitio a prueba de acordes invasores. Hasta los celulares se sienten obligados a emitir tonadas cada vez más prolongadas. Sacudidas por el retumbar de los bajos, estremecidas por el estruendo de las bocinas, las vías públicas tampoco escapan al suplicio auditivo.

 

Predicar el control sonoro en una sociedad tan dada al escándalo es peor que abogar por la soberanía en una colonia satisfecha. Sostener que la música puede alcanzar la categoría de ruido indeseable es exponerse a la censura general. Es más, rogarle a alguien que baje un chin el volumen tumbacabezas del tocadiscos presenta un serio riesgo a la seguridad personal. Esto no es un convento, ni un cementerio, ripostará zafio el eventual querellado. Los más radicales propondrán la solución justiciera: la mudanza del querellante.

 

Letra muerta y yerta son los famosos códigos de orden público municipales. La policía ignora amablemente las celebraciones estrepitosas. ¿Cómo se convierte en infracción lo que nadie considera siquiera defecto? Los adictos a la bullanga pueden baldear la casa o lavar el carro con el radio berreando a todo pulmón desde el balcón y la absoluta certeza de que nadie vendrá a endilgarles la multa recetada. Siempre habrá estudios para concluir, con acompañamiento de fanfarria, que somos un pueblo genéticamente musical.

 

Aquí se reclama y se protege el derecho civil a la algarabía. Aquí, a fin de cuentas, la contaminación acústica pasa por premisa cultural.

 

Resulta fácil entender por qué algunos nostálgicos defensores de la tranquilidad perdida se gradúan de sonófobos a melófobos. La melofobia, según el diccionario consultado, no es otra cosa que la aversión a la música. De tanto haber tenido que escuchar canciones impuestas por el gusto ajeno, el individuo musicalmente hostigado desarrolla una aguda resistencia a toda expresión melódica. Condenado al autoarresto domiciliario, tendrá que vivir emparedado entre vidrieras dobles y congelado por una unidad de aire acondicionado capaz de bloquear, con su propio rugido, el eterno jolgorio ambiental. Los vecinos lo tildarán de coprófago (véase el diccionario mentado) y sus parientes se inquietarán, no sin cierta razón, por su salud mental.

 

No existe felicidad mayor que esas pequeñas treguas de calma implantadas por las averías eléctricas. Sin vocación de emigrante ni acceso a los lujos de Monsieur Proust (el Sonófobo Mayor), no me queda más remedio que desear, de cuando en cuando, un fortuito, furtivo y fugaz segundo de silencio.

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COMENTARIOS
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  • "Dra. Vega: muy de acuerdo con su argumento. Todas las civilizaciones han usado la música (decibeles menos, decibeles más) como parte de su experiencia humana, de ser humano. Pero, aparte de los que componían música, supongo, la gente no se pasaba todo el santo día con un sonsonete de tambores o de pianos o de los instrumentos que fueran. Para eso había un tiempo. Ahora tenemos que aguantar todas las horas del día y de la noche con un “beat” que contamina y contribuye a la degeneración de nuestros sistemas fisiológicos. Qué se vayan los domingos al parque a hacer un tumbao buena gente y el resto de los días que escuchen música para ellos. A veces pienso que creen que hacen un servicio público al obligar a toda la urbanización a escuchar lo que ellos les da la gana que escuchemos. No hay derecho. Por otro lado, ¿qué se necesita para “criar” gente cómo usted? ¿Cómo es que usted llegó a ser el tipo de persona que require el mundo para, por los menos, no devorarnos los unos a los otros? Creo que una reflexión sobre su vida y formación ayudaría a muchos padres a plantarse situaciones sobre cómo se llega a ser un ciudadano responsable y solidario. ¿Cómo fue su formación y experiencia? Dénos un poco de luz."

    Peter Rivera
    06-Agosto-2006

  • "¿Pequenas treguas de calma los apagones? Entonces comienzan a funcionar las plantas eláctricas mal llamadas "de emergencia" de los vecinos que no pueden estar ni un segundo sin energía electrica. El segundo de silencio no existe. Gracias, Ana Lydia."

    Juan Oliver Colom
    05-Agosto-2006

  • "Jorge, la autora es Ana. Aida soy yo, hehehe. En serio, esta vez concuerdo con ella. Es increíble que en Puerto Rico a la gente taciturna y sosegada se le tilde de boba y lenta. "

    aida aldea
    04-Agosto-2006

  • "Que dice Ana Lydia???????? NO Oigo!!!! Que me lo grite!! Carinos-jose"

    Jose R Gonzalez Rivera
    04-Agosto-2006

  • "Gracias Aida por tu acertado escrito. Yo todavía recuerdo las noches después del huracán Georges. Desde Guavate se veían dos o tres luces en Caguas y como cinco en San Juan. Hacia Cayey nada. Dos días después del paso se abrieron los cielos y cayeron lloviznas de estrellas. La vía lactea se veía de horizonte a horizonte y ni un carro en la carretera. Creo que no pude dormir la noche debido a la tranquilidad. Mi intraquilidad con lo tranquilo del ambiente finalmente sucumbió al embate de los coquies y del amor. Siempre me ha gustado la idea de vivir en un sitio alto y sin ruido, quiero compartir el ambito de las nubes y los guaraguos porque en su mundo no hay ruidos."

    Jorge
    04-Agosto-2006

  • "¡Qué viva la tranquilidad! Un privilegio costoso y anticuado. Hay que meter la cabeza debajo de un colchón y allí hallaremos un poco de silencio. Un saludo, Sara I. Ortiz Alonzo, activista de su organización y madre de dos."

    Sara I. Ortiz
    04-Agosto-2006

  • "Una respuesta moderada al hacinamiento y el ruido es el insomnio autoimpuesto. La paz ade la noche ayuda. Un extremista pudiera desear ser sordo."

    Jose Bauza Garcia
    04-Agosto-2006

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