
Domingo, 21-09-08
AESTA semana he tenido una pequeña alegría gracias a la Renfe: ¡ha
decidido eliminar, después de 15 años el hilo musical! Con la medida se ha
ganado un espacio más de libertad, y esto lo dice un melómano empedernido y un
profesional del mundo de la música.
Hace ya más de una década, cuando cercanías de Renfe renovó su
flota con esos flamantes vagones de incómodos asientos de plástico, tiesos como
perro muerto y sin lavabos, me sorprendió gratamente que por los altavoces se
escuchaba a Albéniz y a Falla. Pensaba que, como mínimo, la buena música podría
entrarle a la gente por la fuerza. Pero la alegría me duró poco, porque cada vez
que cogía el tren se repetía «in eternum» la misma musiquilla que, en breve,
pasó a ser pestilente. A eso se sumaba la vibración de los cascos de los
pasajeros y el resultado casi siempre acababa en dolor de cabeza.
Me parece que hay más de un estudio de marketing que certifica que
la música en un supermercado, por ejemplo, incentiva el consumo. En el despegue
y en el aterrizaje de un avión se pincha un poco de música para relajar los
ánimos. La música se cuela en restaurantes, consultas médicas y hasta en el
metro de algunas ciudades. En determinadas situaciones, la música sirve de
terapia, pero en muchas otras no hace más que contribuir a la tremenda
contaminación acústica de una urbe como Barcelona. No lo digo porque viva en la
Vía Laietana, una de las arterias fundamentales de la capital catalana y, por lo
mismo, tremendamente compleja y ruidosa, sino porque la ciudad ofrece pocos
lugares en los que uno no tenga como banda sonora obligada una moto con el tubo
de escape retocado o una de las múltiples histéricas y punzantes sirenas de la
policía, de una ambulancia o de un coche de bomberos, eso sin contar los
camiones de basura o los limpiacontenedores.
Una ciudad viva es ruidosa por necesidad, pero la nuestra lo es
especialmente debido también al turismo y a sus centenares de autocares, a los
propios autobuses urbanos y, en mi caso, por vivir en el centro, hasta por los
muchos trovadores urbanos. Cuando el tráfico y las sirenas se calman, aparece un
saxo doliente en la lejanía, un tenor destemplado o un charango
desafinado.
Nuestros oídos merecen un poco de calma y de relax. El silencio es
tan necesario para nuestra buena salud como el aire puro de la montaña, pero
parece que no hubiera conciencia de esta problemática cuando los hilos musicales
se multiplican. Por eso el anuncio de la Renfe es una buena noticia, aunque lo
peor esté por venir: la Navidad es el momento culmine de la intromisión musical
subliminal. Como testimonio válido está cualquier cajera de supermercado o de
una gran superficie. Las pobres acaban en Reyes machacadas entre anuncios y
villancicos.
Pablo
Meléndez-
Haddad
LA VIDA EN SOLFA