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J. M. CENCILLO
La llamada “cultura del botellón” debería atajarse antes de que afecte gravemente la convivencia en las ciudades
 
2 min
 
 

El Ayuntamiento ha de actuar con rapidez para impedir que nuevos usos y costumbres se enquisten como problema
LLUÍS PERMANYER
El botellón como síntoma

LA VANGUARDIA - 06/09/2003
Amedida que discurren los años, cada vez más el nuevo estilo de vida aparece marcado por el signo que imprime la velocidad. Todo va mucho más rápido que antes. Se dice que hoy una persona conoce a lo largo de su existencia tres grandes cambios radicales de conjunto; de ahí que, de hecho, ahora ya tengamos que seguir aprendiendo, a riesgo de quedarnos apeados de la actualidad.

Ésta es la razón por la que los usos y costumbres ciudadanos también sufren mutaciones constantes, a diferencia del signo de permanencia que tenía antes. Frente a ello, contrasta la tradicional lentitud de maniobra del Ayuntamiento, muy propia de una institución ciclópea y de la rémora que a menudo supone el lastre de la mentalidad del funcionario más tradicional y con menos iniciativa. (Al atardecer de hace unos días se dio un ejemplo paradigmático: el encargado de echar el cierre al parque de la Creueta del Coll puso el candado pese a que varios ciudadanos que salían le habían advertido de que quedaba gente dentro. Su respuesta fue perfecta, característica del que trabaja a piñón fijo: que eso no iba con él. Es lo propio de la degeneración natural del funcionario; deja de ser humano para tornarse mecánico. Salta a la vista uno de los grandes errores de Marx: cometió la ingenuidad imperdonable de creer que el Estado que soñaba podría funcionar pese a ser todos los ciudadanos funcionarios.) Y el peligro de la lentitud municipal consiste en verse siempre desbordada por la rapidez de los acontecimientos frente a su falta de reacción rápida y adecuada. Además, cuando por fin resuelve actuar, o ya es tarde o bien el problema ya se ha enquistado y alcanza tal magnitud que resulta mucho más difícil resolverlo.

Esta digresión viene a cuento por el problema del botellón que ha surgido de pronto a causa de la africanización de las noches puestas bajo el signo turístico. Me encontraba entonces muy lejos de aquí y me enteraba del caso por lo que iban contando las crónicas; temía, lo confieso, que los responsables en aquel momento del gobierno de la ciudad no supieran hacer frente a semejante desafío y se agravara.

Me sorprendió gratamente la celeridad y la eficacia que demostró Ferran Mascarell en función de alcalde accidental: amén de ordenar lo típico (actuar contra las ramas: los vendedores improvisados que acarrean las mochilas llenas de bebidas), tuvo el acierto de apuntar al tronco y la raíz (descubrir a los proveedores mayoristas y decomisar cuanto llenaba sus almacenes).

Lo que más me importa de tal actuación no es tanto el buen resultado, cuanto la señal que se da: no se va a permitir el botellón.

No significa que se abre el reinado de la ley seca; Barcelona debe seguir siendo una ciudad divertida y mediterránea, aunque sin molestar al resto de la ciudadanía que quiere y debe descansar. No se puede admitir que la careta de la tolerancia disimule la falta de eficacia y la mediocridad en la tarea de regir el destino de la ciudad.



 
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