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Lunes, 27 de noviembre de 2006 
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El ruido
 
RAFAEL PRATS RIVELLES

 


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De tarde en tarde, recuerdo la anécdota atribuida a Pío Baroja en su casa de Vera de Bidasoa. De buena mañana, el novelista estaba arreglando su huerto y, al verle, un campesino que pasaba por allí le saludó diciendo: «¿Qué, don Pío, trabajando?» Y don Pío contestó: «No, hombre, no, descansando». Al mediodía,  el mismo campesino vio al autor de Paradox Rey sentado sobre una mecedora, los ojos entornados, y volvió al saludarle, esta vez con estas palabras: «Qué, don Pío, ahora si que está descansando, ¡eh?» «Pues, no -le respondió el donostiarra-, ahora, precisamente, estoy trabajando.»
La evocación de la anécdota del escritor regresó a mi memoria tras una conversación telefónica que tuve con un agente de la autoridad. «Al lado de mi casa -le denuncié- hay unos con una radial que están haciendo un ruido insoportable». La respuesta del policía local fue poco menos que patética: «¡Oiga, que están  trabajando y en horario laboral!» Daba la casualidad de que yo también estaba trabajando y el chirriar de la máquina me impedía poder terminar el texto que estaba escribiendo. El agente que me contestó no consideró la posibilidad de que se estuvieran emitiendo decibelios por encima de los niveles admitidos por la Organización Mundial de la Salud. ¿Y quién lo considera en un país como éste?
Hace un par de años, según publicó ayer este periódico, el Tribunal Constitucional consideró en una sentencia ejemplar, que el ruido atenta contra los derechos fundamentales y «perturba la calidad de vida» (...) El viernes se desvelaba que el Tribunal Supremo condenaba al alcalde de Vila-real, Manuel Vilanova (PP) a prisión y a ocho años de inhabilitación por no actuar contra el ruido de una empresa cerámica, pese a las reiteradas denuncias vecinales. Y es que la mentalidad de la autoridad está por la defensa del ruido, siempre que vaya en beneficio del industrial, porque el perjuicio de los ciudadanos es un tema marginal en una sociedad democrática como la nuestra.
Hace poco estuve cenando en un restaurante que ambientaba el local con música de fondo. Comenté a mi mujer que, si hubieran bajado un poco el volumen, la gente hubiese hablado con voz menos alta para beneficio general. El ruido es una lacra que estamos obligados a padecer, gracias a nuestros sordos dirigentes. Todo sea por ese concepto equivocado que existe de la economía.
Mi amigo Peter Kramer llevaba varios años en Valencia, cuando me confesó tomando café en un bar: «Me he acostumbrado a todo, menos a los ruidos». Yo no soy danés, pero os aseguro que cada día aguanto menos este tipo de contaminación consentida.
RAFA.PRATS@telefonica.net



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