UN vecino de El Puerto acaba de ganar
a su ayuntamiento una dura partida. En un lado, la
ley que, en este caso, ha hecho honor a su nombre
y las expectativas que el ciudadano ingenuo suele
poner en ella; una ley que defiende el derecho al
descanso y limita los ruidos que cualquier
energúmeno sea capaz de emitir, aun contando con
la venia y la bula de alcaldes gaznápiros, cuya
sandia filosofía les induce a pensar que, en aras
del negocio, todo está permitido. Los munícipes
portuenses se hallaban esta vez en el lado
contrario, dando cancha a esas hordas motorizadas
que, más panchas que anchas, toman la calle como
si fuera un circo y convierten la noche en un
infierno, para que, de soslayo, los bares de la
zona puedan hacer su agosto y otro tanto, supongo,
el erario de la ciudad. Pues qué bien.
Siete veces, la víctima del estrépito con
premeditación, alevosía y, desde luego,
nocturnidad, se vio forzada por las circunstancias
a cambiar de lugar su dormitorio, añadiendo al
insomnio las molestias de cada traslado y los
desaguisados que se derivan de colocar en el
comedor los enseres de la cocina y en la cocina
los adminículos del aseo, con tal de dormir un
rato. Ni aun así lo logró, hasta que la Justicia
reconoció que, por encima del índice de ocupación
hotelera, la creación de contratos-basura y el
dudoso prestigio de las actividades gamberras,
están la paz urbana y el sosiego legítimo de la
ciudadanía.
Imagino que la sentencia, acertada como pocas,
habrá sentado jurisprudencia, de manera que en la
sufrida Algeciras nos podamos quejar de igual modo
sin que nos manden a hacer puñetas o, lo que acaso
es más grave, nos las echen al cesto de los
papeles, eso sí, con la mejor sonrisa electoral.
Y es que a los empresarios se les permite todo,
especialmente a los de la construcción, sin duda
los más ruidosos y destructivos, aunque parezca
una paradoja, cuyas licencias de obras -expedidas
por la autoridad y los técnicos competentes, esto
último es un decir- conllevan, al parecer, el
derecho a arrasar la vivienda contigua y romperle
los tímpanos, la paciencia y los nervios a cuantos
infelices tuvieron la desdicha de residir en su
vecindad. Para colmo, el bendito aparato de medir
decibelios está de vacaciones en Sevilla o vaya
usted a saber. De manera que, impunes y
licenciados y además sin perrillo que les ladre,
hoy te meten el compresor, mañana las vibraciones
del martillo neumático y al día siguiente la
excavadora, en tanto una legión de camiones,
contenedores y otras máquinas al uso sirven de
contrapunto al apocalipsis.
¿Ineptitud? ¿Complicidad? ¿Inocencia? Acaso de
todo un poco, hasta que llegue alguien con el
valor suficiente para emprender acciones contra
aquellos que están convencidos de que la economía
puede sustituir al derecho y la ley. En Europa
-ese lejanísimo referente, en el que los políticos
se escudan a la hora de hacer recortes- las normas
son estrictas al respecto y se están arbitrando
numerosas medidas que ahorren al ciudadano las
molestias que se deriven del negocio de los demás.
España es todavía diferente. Demasiado
clientelismo, demasiado enchufismo y muy cercana
aún la memoria de los caciques de antaño. Pero
habrá que elegir: o ellos o la democracia.