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  Actualización | lunes, 19 de diciembre de 2005, 10:45
domingo f. faílde


La batalla del ruido
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UN vecino de El Puerto acaba de ganar a su ayuntamiento una dura partida. En un lado, la ley que, en este caso, ha hecho honor a su nombre y las expectativas que el ciudadano ingenuo suele poner en ella; una ley que defiende el derecho al descanso y limita los ruidos que cualquier energúmeno sea capaz de emitir, aun contando con la venia y la bula de alcaldes gaznápiros, cuya sandia filosofía les induce a pensar que, en aras del negocio, todo está permitido. Los munícipes portuenses se hallaban esta vez en el lado contrario, dando cancha a esas hordas motorizadas que, más panchas que anchas, toman la calle como si fuera un circo y convierten la noche en un infierno, para que, de soslayo, los bares de la zona puedan hacer su agosto y otro tanto, supongo, el erario de la ciudad. Pues qué bien.

Siete veces, la víctima del estrépito con premeditación, alevosía y, desde luego, nocturnidad, se vio forzada por las circunstancias a cambiar de lugar su dormitorio, añadiendo al insomnio las molestias de cada traslado y los desaguisados que se derivan de colocar en el comedor los enseres de la cocina y en la cocina los adminículos del aseo, con tal de dormir un rato. Ni aun así lo logró, hasta que la Justicia reconoció que, por encima del índice de ocupación hotelera, la creación de contratos-basura y el dudoso prestigio de las actividades gamberras, están la paz urbana y el sosiego legítimo de la ciudadanía.

Imagino que la sentencia, acertada como pocas, habrá sentado jurisprudencia, de manera que en la sufrida Algeciras nos podamos quejar de igual modo sin que nos manden a hacer puñetas o, lo que acaso es más grave, nos las echen al cesto de los papeles, eso sí, con la mejor sonrisa electoral.

Y es que a los empresarios se les permite todo, especialmente a los de la construcción, sin duda los más ruidosos y destructivos, aunque parezca una paradoja, cuyas licencias de obras -expedidas por la autoridad y los técnicos competentes, esto último es un decir- conllevan, al parecer, el derecho a arrasar la vivienda contigua y romperle los tímpanos, la paciencia y los nervios a cuantos infelices tuvieron la desdicha de residir en su vecindad. Para colmo, el bendito aparato de medir decibelios está de vacaciones en Sevilla o vaya usted a saber. De manera que, impunes y licenciados y además sin perrillo que les ladre, hoy te meten el compresor, mañana las vibraciones del martillo neumático y al día siguiente la excavadora, en tanto una legión de camiones, contenedores y otras máquinas al uso sirven de contrapunto al apocalipsis.

¿Ineptitud? ¿Complicidad? ¿Inocencia? Acaso de todo un poco, hasta que llegue alguien con el valor suficiente para emprender acciones contra aquellos que están convencidos de que la economía puede sustituir al derecho y la ley. En Europa -ese lejanísimo referente, en el que los políticos se escudan a la hora de hacer recortes- las normas son estrictas al respecto y se están arbitrando numerosas medidas que ahorren al ciudadano las molestias que se deriven del negocio de los demás. España es todavía diferente. Demasiado clientelismo, demasiado enchufismo y muy cercana aún la memoria de los caciques de antaño. Pero habrá que elegir: o ellos o la democracia.

 
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