Hoy es la fiesta mayor de Donostia: el día de San
Sebastián, que es mi pueblo. Según he podido ver en Internet,
hay San Sebastianes por medio mundo, y todos están hoy de
fiesta. Pero Donostia sólo hay una.
Supongo que luego me animaré, después de participar en el
Más que palabras de Javier Vizcaíno en Radio Euskadi,
y pondré en el tocadiscos, aquí, en mi casa de Madrid, el
viejo vinilo que conservo con las piezas tradicionales de esta
fiesta. La más vieja quizá sea la marcha zortziko del maestro
Santesteban, que se acompañaba tan sólo con redoble de
barriles, pero las más populares son desde hace mucho las del
maestro Sarriegi. Ellas forman el repertorio de las
tamborradas, que no paran de montar bulla por toda la ciudad
de noche y de día.
Yo nací muy pocos días después –me dio por esperar a que se
celebrara la fiesta patronal de los periodistas: también tiene
narices–, pero el año en el que vi la luz no hubo tamborrada.
Se suspendió porque cayó una nevada impresionante.
No sé si eso habrá condicionado mi escasísima afición por
toda suerte de fiestas y desfiles. He asistido a poquísimos en
mi vida, siempre para agradar a mis acompañantes, pero rara ha
sido la vez en la que no me he aburrido soberanamente. Llegué
incluso a dormirme durante un ruidosísimo desfile de moros y
cristianos en La Vila Joiosa (tuve suerte y conseguí hacerme
con una silla).
Sólo hay una noche de 20 de enero donostiarra de la que
guardo un particular recuerdo. Fue la de 1967 y la pasé en
casa, aprovechando el estruendo de la calle para que no se
oyera a qué estábamos dedicándonos. Unos cuantos allegados nos
afanamos desde medianoche hasta el alba dándole por turnos al
manubrio de una multicopista Roneo Vickers –muy buena, pero
bastante ruidosa–, imprimiendo octavillas en las que se
convocaba una manifestación obrera. Felizmente fue un
éxito.
Si alguna vez salí en San Sebastián a la calle en la noche
del 20 de enero, no me acuerdo. Se ve que no debió de
resultarme demasiado interesante.
De todo lo cual quizá saquéis como conclusión que soy un
muermo. Y acertaréis. Puedo pasármelo bien, y hasta ser
medianamente divertido –sin excesos, discretamente–, dentro de
un grupo reducido. Pero, en cuanto se junta mucha gente, me
aturdo. Es algo que tiene mal arreglo, porque cada vez oigo
peor, con lo que me pierdo buena parte de lo que se dice en
las conversaciones en las que participa bastante gente, con lo
que me aburro todavía más.
Hay en todo ello un cierto trasfondo de misantropía, que
reconozco. No es que me apunte a la diatriba de Brassens
contra el plural («Junta a más de cuatro y ya tienes una banda
de gilipollas», cantaba el viejo Georges, que tocó en alguna
ocasión con más de cuatro, por cierto), pero sí he de admitir
que me desagrada cómo se transforma el comportamiento de las
personas cuando se apiñan en manada.
Por resumir: que hoy es el día de San Sebastián, pero que,
lejos de sufrir el mal de las ausencias, reconozco que, de
haber estado en mi pueblo, lo más probable es que hubiera
puesto pies en polvorosa.
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