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Pan de leña |
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Shshshshshsh... | |
Ana
Criado
El 26
de abril se celebró el día internacional contra el ruido pero
aquí, o sea, concretamente aquí, en el mismo Tenerife, no se
ha notado nada. España se da el postín de ser el país más
ruidoso de Europa, y el segundo del mundo después de Japón,
pero el ranking debieron hacerlo sin medir los decibelios
chicharreros, porque de lo contrario habríamos superado a los
nipones por derecho propio. Los ruidos más insoportables para
el oído humano (motocicletas con escape libre, quads,
taladradoras de asfalto y cemento, perforadoras y tuneladoras,
retumbo de altavoces particulares o municipales, bares y
discotecas a pie de dormitorio, camiones de la basura,
petardos y voladores de uso público o privado) tienen su
hábitat natural en los pueblos y ciudades de la isla, sin que
le pongan remedio los que tendrían la obligación de hacerlo.
Al contrario: a menudo son los propios Ayuntamientos los que
promueven la marimorena institucional (obras y más obras,
festejillos seudovernáculos, y macrohappenings de obligado
seguimiento acústico y circulatorio); sin duda porque, a la
hora de votar, el tipo de gente que a estos actos acude es más
rentable que los que practican la desviación de leer libros
(práctica que fomenta la facultad de pensar, cosa altamente
peligrosa para los políticos). La consecuencia de este estado
de ánimo imperante es que el lugareño (anticarnavalero o
sucedáneos) que ose protestar o discrepar, quedará marcado
para siempre con la G de gafe, la A de aguafiestas y la C de
cenizo, por antisocial, y por no saber divertirse como manda
la panda del GAC (Gobierno Autónomo de Canarias). Que al mundo
(y máxime a esta afortunada isla reconvertida en enclave
latinocaribeño) se viene a mover la pelvis y a fundir el
baffle (y a tocarle los bemoles al vecino con los
voladorcitos, muy importante). ¡Assssssssúca! Y luego está
la tiranía de la música de ambiente. En este vergel
pretropical te comen la oreja en las terrazas de verano, en
las de invierno, en las de la eterna primavera, en la piscina
municipal, en las tiendas, en los barcos, por la calle...
Hasta en las salas de espera y en el gabinete de los dentistas
te someten a la tortura del hilo musical. El acoso polifónico
azota al indefenso cliente, pasajero, usuario o transeúnte sin
que pueda hacer nada para librarse de tan insidiosa
transgresión, como no sea combatir la música ajena con música
propia por medio del imprescindible i-pod. Y ahí es donde
queríamos llegar. Porque en Holanda, que es un país civilizado
donde los haya (y La Haya), está tomando fuerza lo que se
conoce como silent disco, la última tendencia discotequera que
consiste en que todos los parroquianos bailan en silencio,
enchufados a unos auriculares inalámbricos, a su vez
conectados al disc jockey, y... (y aquí viene lo más
importante) sin despertar a los vecinos. En la última gran
fiesta organizada por una emisora de radio, bailaron 78.000
personas con el mayor sigilo y sin darle la brasa a nadie. ¿Se
imaginan unos carnavales en el más absoluto de los silencios?
El paraíso en vida... Pero para qué soñar utopías. Aquí
eso no triunfaría. Con el gustassso que da joder al
personal...
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La Opinión de
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