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Sábado, 29 de abril de 2006

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Ana Criado



El 26 de abril se celebró el día internacional contra el ruido pero aquí, o sea, concretamente aquí, en el mismo Tenerife, no se ha notado nada. España se da el postín de ser el país más ruidoso de Europa, y el segundo del mundo después de Japón, pero el ranking debieron hacerlo sin medir los decibelios chicharreros, porque de lo contrario habríamos superado a los nipones por derecho propio. Los ruidos más insoportables para el oído humano (motocicletas con escape libre, quads, taladradoras de asfalto y cemento, perforadoras y tuneladoras, retumbo de altavoces particulares o municipales, bares y discotecas a pie de dormitorio, camiones de la basura, petardos y voladores de uso público o privado) tienen su hábitat natural en los pueblos y ciudades de la isla, sin que le pongan remedio los que tendrían la obligación de hacerlo. Al contrario: a menudo son los propios Ayuntamientos los que promueven la marimorena institucional (obras y más obras, festejillos seudovernáculos, y macrohappenings de obligado seguimiento acústico y circulatorio); sin duda porque, a la hora de votar, el tipo de gente que a estos actos acude es más rentable que los que practican la desviación de leer libros (práctica que fomenta la facultad de pensar, cosa altamente peligrosa para los políticos). La consecuencia de este estado de ánimo imperante es que el lugareño (anticarnavalero o sucedáneos) que ose protestar o discrepar, quedará marcado para siempre con la G de gafe, la A de aguafiestas y la C de cenizo, por antisocial, y por no saber divertirse como manda la panda del GAC (Gobierno Autónomo de Canarias). Que al mundo (y máxime a esta afortunada isla reconvertida en enclave latinocaribeño) se viene a mover la pelvis y a fundir el baffle (y a tocarle los bemoles al vecino con los voladorcitos, muy importante). ¡Assssssssúca!
Y luego está la tiranía de la música de ambiente. En este vergel pretropical te comen la oreja en las terrazas de verano, en las de invierno, en las de la eterna primavera, en la piscina municipal, en las tiendas, en los barcos, por la calle... Hasta en las salas de espera y en el gabinete de los dentistas te someten a la tortura del hilo musical. El acoso polifónico azota al indefenso cliente, pasajero, usuario o transeúnte sin que pueda hacer nada para librarse de tan insidiosa transgresión, como no sea combatir la música ajena con música propia por medio del imprescindible i-pod.
Y ahí es donde queríamos llegar. Porque en Holanda, que es un país civilizado donde los haya (y La Haya), está tomando fuerza lo que se conoce como silent disco, la última tendencia discotequera que consiste en que todos los parroquianos bailan en silencio, enchufados a unos auriculares inalámbricos, a su vez conectados al disc jockey, y... (y aquí viene lo más importante) sin despertar a los vecinos. En la última gran fiesta organizada por una emisora de radio, bailaron 78.000 personas con el mayor sigilo y sin darle la brasa a nadie. ¿Se imaginan unos carnavales en el más absoluto de los silencios? El paraíso en vida...
Pero para qué soñar utopías. Aquí eso no triunfaría. Con el gustassso que da joder al personal...

   





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