Editorial |
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El ruido como
contaminación |
El
concepto de que vivir en un entorno libre en lo posible de
contaminación contribuye a mejorar la calidad de la vida
humana es uno de los elementos que ayudan a diferenciar a la
sociedad actual de la que la precedió. Antes, la idea de
progreso estaba atada a la de contaminación, y es posible ver
en folletos, revistas y hasta libros de fines del siglo XIX y
principios del XX la glorificación de ese proceso: las
chimeneas de fábricas se erigían como monumentales marcadoras
del progreso, presidiendo sobre multitudes que transitaban
sonrientes bajo un negro palio de humo.
La rapidez en
la comunicación terrestre era objeto de propaganda en la
simbólica ilustración de una locomotora, casi siempre dibujada
en perspectiva y que, arrastrando una línea de vagones que se
perdía en la distancia, lanzaba también humo y chispas por su
chimenea.
Mucho se aprendió durante la expansión de los
procesos de explotación de recursos y su posterior
procesamiento e industrialización durante la segunda mitad del
siglo pasado. Extensas áreas del planeta han quedado
devastadas y contaminadas, y ello ha llevado a que de muchas
formas se replantee la idea de desarrollo estableciendo una
suerte de relación entre costo y beneficio: la obtención de
productos que contribuyen a mejorar o facilitar las
condiciones de vida de las personas en contraposición a los
perjuicios que contribuyen a empeorarla.
No creemos que
haya manera de evitar que, de alguna forma, el proceso de
avance tecnológico de la humanidad se llegue a obtener
mediante el ideal de una contaminación cero. Lo que se puede
considerar como ideal debe aquí enfrentarse con aquello que es
posible, y sí es posible morigerar los efectos de la
contaminación de forma tal que ésta no ataque tan duramente al
medio ambiente y, con él, a uno de sus integrantes más
conspicuos: el ser humano, parte de una cadena vital que
abarca, ciertamente, a otras especies que comparten el
planeta.
La salud humana mejorará en la medida en que
se avance tanto en el proceso de disminuir la contaminación
como de la reformulación en torno de qué elementos deben
considerarse como integrantes de ese indeseable fenómeno. Por
ejemplo, en el seno del Concejo Deliberante de la ciudad de
Mendoza se debate un proyecto para determinar mayor control de
la calidad ambiental mediante la actuación de inspectores
especializados.
Estos se dedicarán a observar y
calificar en materia de materiales muy visibles, como residuos
patológicos, otros no tanto, como gases provenientes de
distintos procesos, y por fin, de verificar que el sonido no
se convierta en otro elemento incontrolable que pueda afectar
la salud de las personas.
La cultura de la
descontaminación incluye al sonido, algo de lo que no muchos
se acuerdan cuando llega la hora de discutir en torno de
factores de riesgo y hasta peligro para las personas. Ha
quedado científicamente comprobado que cierto tipo de sonidos,
por su rango de frecuencia, continuidad y otras
características mensurables, hacen daño a los seres
vivientes.
Por ahora se piensa en controlar emisiones
como las provenientes de escapes de autos, alarmas que suenan
incontroladamente, maquinarias de cierto tipo. Lo cierto es
que el fragor de la ciudad es ya una señal de contaminación
que debiera hacernos pensar más en la manera de disminuirlo,
así como de intensificar el control de emisiones sonoras no
solamente en las calles, sino en los bloques de viviendas. La
música de uno puede ser la tortura de otro, caso que se da en
forma reiterada tanto de día como de noche, conformándose una
cacofonía que resulta tan ingrata como insalubre. Los
inspectores debieran actuar en estos casos ante un pedido de
auxilio de quienes fueran afectados por ese u otros ruidos, y
aplicar el rigor de las ordenanzas, algunas de las cuales
están actualmente -y por fin- siendo consideradas.
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